Hay diversos factores implicados en la desintegración humana y
hay diversas maneras en que los hombres se desintegran. Integrar es unir,
completar. Si ustedes están integrados, sus pensamientos, sentimientos y
acciones son enteramente una unidad que se mueve en un solo sentido, no se
contradicen entre sí. Cada uno es, entonces, un ser humano total, sin
conflicto. Eso es lo que ¡implica la integración. Desintegrar es lo opuesto de
eso, es desmoronar, despedazar, dispersar lo que ha sido unido. Y hay muchas
maneras en que los seres humanos se desintegran, se desmoronan, se destruyen a
sí mismos. Pienso que uno de los factores principales es el sentimiento de
envidia, el cual es tan sutil que se le considera, bajo diferentes nombres,
como valioso, útil, un elemento digno de estima en la conducta humana.
¿Saben lo que es la envidia? Empieza cuando todavía son muy
pequeños: se sienten envidiosos de un amiguito que tiene mejor apariencia, que
posee cosas mejores o una mejor posición social. Sienten celos si otro niño u
otra niña les supera en la clase, si tiene padres ricos o si pertenece a una
familia más distinguida.
Así, la envidia o los celos empiezan a una edad muy temprana y
gradualmente adoptan la forma de la competencia. Ustedes quieren hacer algo que
les distinga, obtener mejores notas, ser mejores atletas que algún otro
compañero, quieren superar a los demás, brillar más que ellos.
A medida que van creciendo, la envidia se vuelve más y más
fuerte. El pobre envidia al rico y el rico envidia al más rico. Está la envidia
de aquéllos que han tenido experiencias y quieren tener más experiencias, y la
envidia del escritor que quiere escribir mejor todavía. El deseo mismo de ser
mejor, de convertirse en algo meritorio, de tener más de esto o de aquello, es
afán adquisitivo, es el proceso de acumular, de guardar. Si lo observan, verán
que casi todos tenemos el instinto de adquirir, de poseer más y más saris, más
ropas, más casas, más propiedades. Y si no es eso, entonces queremos más experiencias,
más conocimiento; deseamos sentir que sabemos más que algún otro, que hemos
leído mucho más que otro. Queremos estar más cerca que otros de algún
funcionario importante con alta posición en el gobierno, o sentir que
espiritualmente, internamente, estamos más evolucionados que los demás.
Queremos ser conscientes de que somos humildes, virtuosos, de que podemos
explicar cosas que otros no pueden.
Así, cuanto más adquirimos, mayor es nuestra desintegración.
Cuanto más propiedades, más fama, más experiencia, más conocimiento acumulamos,
más rápido es nuestro deterioro. Desde el deseo de ser o de adquirir más, brota
la enfermedad universal de los celos, de la envidia. ¿No han observado esto en
sí mismos y en las personas adultas que les rodean? ¿No han advertido cómo el
maestro desea ser profesor y el profesor desea ser el director? ¿O cómo el
propio padre o la madre de ustedes desean más propiedades, mayor reputación?
En la lucha por adquirir nos volvemos crueles. En la adquisición
no hay amor. El modo adquisitivo de vida es una batalla constante con nuestro
prójimo, con la sociedad, batalla en la que hay un permanente temor; pero
justificamos todo esto y aceptamos los celos como inevitables. Pensamos que
debemos ser adquisitivos, aunque designemos eso con una palabra que suena
mejor: lo llamamos evolución, crecimiento, desarrollo, progreso, y decimos que
es algo esencial.
Vean, muy pocos estamos conscientes de esto; no nos damos cuenta
de que somos codiciosos, adquisitivos, de que nuestros corazones se hallan
devorados por la envidia, de que nuestras mentes se están deteriorando. Y
cuando por un instante tomamos conciencia de esto, lo justificamos o decimos
meramente que está mal o tratamos de escapar de ello de diversas maneras.
La envidia es una cosa muy difícil de revelar o descubrir en uno
mismo, porque la mente es el centro de la envidia, la mente misma es envidiosa.
La propia estructura de la mente está edificada sobre la adquisición y la
envidia. Si observamos nuestros pensamientos, el modo como pensamos, veremos
que lo que llamamos pensar es generalmente un proceso de comparación: “Yo puedo
explicarme mejor, tengo un conocimiento mayor, más sabiduría”. Pensar en
términos del “más” es la operación de la mente adquisitiva, es su modo de
existencia. Si ustedes no piensan en términos del “más”, encontrarán que es
extremadamente difícil pensar en absoluto. La persecución del “más” es el
movimiento comparativo del pensar, el cual crea el tiempo: tiempo para llegar a
ser, para ser “alguien”; ése es el proceso de la envidia, de la adquisición.
Pensando comparativamente, la mente dice: “Soy esto, y algún día seré aquello”;
“Soy feo, pero seré hermoso en el futuro”. De modo que el afán adquisitivo, la
envidia, el pensar comparativo produce descontento, inquietud; y nuestra
reacción a eso es decir que debemos estar satisfechos con nuestra suerte, que
debemos contentamos con lo que tenemos. Eso es lo que dicen las personas que se
encuentran en la parte superior de la escalera.
Las religiones predican universalmente el contentamiento
El verdadero contentamiento no es una reacción, no es lo opuesto
del espíritu adquisitivo; es algo mucho más vasto y mucho más significativo. El
hombre cuyo contentamiento es lo opuesto del espíritu adquisitivo, de la
envidia, es como un vegetal, internamente es una entidad muerta, como lo está
la mayoría de la gente. Casi todas esas personas que están tranquilas es porque
internamente están muertas, y están muertas internamente porque han cultivado
lo opuesto -lo opuesto de todo lo que son realmente-. Siendo envidiosas, dicen:
“No debo ser envidioso”. Podrán negar la perpetua lucha de la envidia
poniéndose un taparrabo y diciendo que no van a adquirir cosas; pero este deseo
mismo de ser buenos, de no ser adquisitivos, deseo que implica lo opuesto de lo
otro, sigue estando dentro del campo del tiempo, sigue formando parte del
sentimiento de envidia, porque todavía desean ser alguna cosa. El verdadero
contentamiento no es así, es algo mucho más creativo y profundo. No hay
contentamiento cuando optamos por estar contentos; el contentamiento no llega
de ese modo. Llega cuando comprendemos lo que somos realmente y no perseguimos
lo que deberíamos ser.
Ustedes piensan que estarán contentos cuando hayan logrado todo
lo que desean. Pueden desear ser un gobernador, un gran santo, y piensan que
alcanzando ese objetivo estarán contentos. En otras palabras, esperan llegar al
contentamiento mediante el proceso de la envidia. A través de un medio
incorrecto esperan alcanzar un resultado correcto. El contentamiento no es satisfacción,
es algo muy vital. Es un estado de creatividad en el que se comprende lo que
realmente se es. Si comienzan a comprender lo que realmente son de instante en
instante, de día en día, descubrirán que desde esta comprensión surge un estado
extraordinario de inmensidad, de comprensión sin límites. O sea, que si somos
codiciosos, lo que importa es comprender nuestra codicia y no tratar de
volvemos no codiciosos; porque el deseo mismo de volverse no codicioso sigue
siendo una forma de codicia.
Nuestra estructura religiosa, nuestras maneras de pensar,
nuestra vida social, todo lo que hacemos se basa en el afán adquisitivo, en una
perspectiva envidiosa, y durante siglos nos han educado de ese modo. Estamos
tan condicionados a eso que no podemos pensar aparte de “lo mejor”, de lo
“más”; debido a eso hacemos que la envidia sea algo deseable. No lo llamamos
envidia, lo llamamos con diversos términos eufemísticos; pero si miran detrás
de la palabra, verán que este deseo extraordinario por el “más” es egocéntrico,
que les encierra en sí mismos. Limita el pensamiento.
La mente limitada por la envidia, por el “yo”, por el deseo
adquisitivo de cosas o virtud, jamás puede ser una verdadera mente religiosa.
La mente religiosa no es una mente comparativa. La mente religiosa ve y
comprende el significado pleno de lo que es. Por eso es muy importante que nos
comprendamos a nosotros mismos, lo cual equivale a percibir el funcionamiento
de nuestra propia mente: los motivos, las intenciones, los anhelos, los deseos,
la constante presión de perseguir cosas, presión que engendra envidia, afán
adquisitivo y comparación. Cuando todo esto haya llegado a su fin mediante la
comprensión de lo que es, sólo entonces conocerán ustedes la verdadera
religión, sabrán lo que es Dios.
Interlocutor: La verdad, ¿es relativa o absoluta?
K.: En primer lugar, miremos a través de las palabras el
significado de la pregunta. Deseamos algo absoluto, ¿no es así? El anhelo
humano es por algo permanente, fijo, inmóvil, eterno, algo que no se deteriore,
que no conozca la muerte: una idea, un sentimiento, un estado perdurable al que
la mente pueda aferrarse. Tenemos que comprender este anhelo antes de que
podamos comprender la pregunta y contestarla apropiadamente.
La mente humana desea permanencia en todo, en la relación, en la
propiedad, en la virtud. Desea algo que no pueda ser destruido. Por eso decimos
que Dios es permanente o que la verdad es absoluta.
¿Pero qué es la verdad? ¿Es algún misterio extraordinario, algo
muy lejano, inimaginable, abstracto? ¿O la verdad es algo que uno descubre de
instante en instante, de día en día? Si puede ser acumulada, reunida a través
de la experiencia, entonces no es la verdad, porque detrás de esta acumulación
alienta el mismo espíritu adquisitivo. Si es algo muy lejano que sólo puede ser
encontrado mediante un sistema de meditación o mediante la práctica de la
abnegación y el sacrificio, eso tampoco es la verdad, porque también es un
proceso adquisitivo.
La verdad es para ser descubierta y comprendida en cada acción,
en cada pensamiento, en cada sentimiento, por efímero o trivial que sea. Es
para ser observada en cada instante de cada día, para ser escuchada en lo que
dicen el marido o la esposa, en lo que dice el jardinero, en lo que dicen los
amigos y en el proceso de nuestro propio pensar. Nuestro pensar puede ser
falso, puede estar condicionado, limitado; y descubrir que nuestro pensar está
limitado, condicionado, es la verdad. Ese descubrimiento mismo libera a la
mente de su limitación. Si uno descubre que es codicioso -si lo descubre, no
sólo porque algún otro se lo diga-, ese descubrimiento es la verdad, y esa
verdad tiene su propia acción sobre nuestra codicia.
La verdad no es algo que uno pueda adquirir, acumular, guardar y
después contar con ella como una guía. Ésa es sólo otra forma de posesión. Y es
muy difícil para la mente no adquirir, no guardar. Cuando comprendas el
significado de esto, descubrirás qué cosa extraordinaria es la verdad. La
verdad es intemporal, pero en el instante en que la capturamos, como cuando
decimos: “He descubierto la verdad, es mía”, eso ya no es más la verdad.
Por lo tanto, que la verdad sea “absoluta” o intemporal, depende
de la mente. Cuando la mente dice: ‘Quiero lo absoluto, algo que jamás se
deteriore, que no conozca la muerte”, lo que en realidad desea es algo
permanente para aferrarse a ello; de modo que crea lo permanente. Pero una
mente que se da cuenta de todo lo que ocurre fuera y dentro de ella misma y ve
la verdad de ello, una mente así es intemporal; y sólo una mente semejante
puede conocer aquello que está más allá de todos los nombres, más allá de lo
permanente y de lo impermanente.
Interlocutor: ¿Qué es la conciencia externa?
K.: ¿No eres consciente de que estás sentado en esta sala?
¿No eres consciente de los árboles, de la puesta de sol? ¿No eres consciente
del cuervo que grazna, del perro que ladra? ¿Acaso no ves el color de las
flores, el movimiento de las hojas, no ves a la gente que pasa caminando? Ésa
es la conciencia externa. Cuando ves la puesta de sol, las estrellas en la
noche, la luz de la luna sobre el agua, todo eso es conciencia externa,
¿verdad? Y tal como estás consciente externamente, también puedes estar
internamente consciente de tus pensamientos y sentimientos, de tus motivos e
impulsos, de tus prejuicios, de tu envidia, de tu codicia y tu orgullo. Si
estás de verdad consciente externamente, la conciencia interna también comienza
a despertarse y te vuelves más y más consciente de tu reacción a lo que dice la
gente, a lo que lees, etcétera. La reacción o respuesta externa en tu relación
con otras personas es el resultado de un estado interno constituido por deseos,
esperanzas, ansiedad, temor. Esta conciencia externa e interna es un proceso
unitario que produce una integración total de la comprensión humana.
Interlocutor: ¿Qué es la verdadera y eterna felicidad?
K.: Cuando estás completamente sano no eres consciente de
tu cuerpo, ¿verdad? Sólo cuando hay enfermedad, molestia, dolor, te vuelves
consciente de él. Cuando estás libre para pensar completamente, sin
resistencias, no existe una conciencia del pensar. Sólo cuando hay una
fricción, un bloqueo, una limitación, comienzas a tener conciencia de un
pensador. De igual manera, ¿es la felicidad algo de lo que eres consciente? En
el instante de felicidad, ¿estás consciente de que eres feliz? Sólo cuando eres
desdichado anhelas la felicidad, y entonces se suscita la pregunta: “¿Qué es la
verdadera y eterna felicidad?
Ya ves cómo la mente juega trucos consigo misma. A causa de que
te sientes triste, desdichado, en circunstancias insatisfactorias y demás,
deseas algo eterno, una felicidad permanente. ¿Existe una cosa semejante? En
vez de preguntar sobre la felicidad permanente, descubre cómo estar libre de
las enfermedades que te roen creando dolor tanto físico como psicológico.
Cuando eres libre no hay problema, no preguntas si existe la felicidad eterna o
qué es la felicidad. Es un hombre perezoso, tonto, el que estando en prisión
quiere saber qué es la libertad; y son personas perezosas, tontas, las que se
lo dirán. Para el hombre que se encuentra en la prisión, la libertad es especulación
pura. Pero si sale de esa prisión, no especula acerca de la libertad; la
libertad está ahí.
¿No es importante, entonces, en vez de preguntar qué es la
felicidad, descubrir por qué somos desdichados?
¿Por qué está mutilada la mente? ¿Cuál es la razón de que
nuestros pensamientos sean limitados, pequeños, mezquinos? Si podemos
comprender la limitación del pensamiento, ver la verdad el respecto, en ese
descubrimiento de la verdad hay liberación.
Interlocutor: ¿Por qué desea cosas la gente?
K.: ¿No deseas comida cuando tienes hambre? ¿No deseas
ropas que te abriguen y una casa para albergarte?
Éstos son deseos normales, ¿no es así? La gente sana reconoce
naturalmente que necesita ciertas cosas. Es sólo el hombre enfermo o
desequilibrado el que dice: “Yo no necesito comida”. Es una mente extraviada la
que necesita tener muchas casas o ninguna casa en absoluto donde vivir.
Tu cuerpo tiene hambre porque estás usando energía y entonces
quiere más alimento; eso es normal. Pero si dices: “Tengo que tener las comidas
más sabrosas, tengo que tener solamente la comida que proporcione placer a mi
paladar”, entonces comienza la perversión. Todos nosotros -no sólo los ricos
sino todos en el mundo- debemos tener comida, ropas y albergue; pero si estas
necesidades físicas se limitan, se controlan y se toman accesibles sólo para
unos pocos, entonces hay perversión, se pone en marcha un proceso anormal. Si
uno dice: “Debo acumular, debo tenerlo todo para mí”, está privando a otros de
aquello que es esencial para sus necesidades cotidianas.
Mira, el problema no es sencillo, porque deseamos otras cosas
además de las que son esenciales para nuestras necesidades cotidianas. Puedo
satisfacerme con poca comida, unas cuantas ropas y un lugar pequeño donde
vivir; pero deseo algo más. Deseo ser una persona conocida, deseo posición
social, poder, prestigio, deseo estar lo más cerca posible de Dios, deseo que
mis amigos piensen bien de mí, etc. Estos deseos internos pervierten los
intereses externos de todos los seres humanos. El problema es un poco difícil,
porque el deseo interno de ser el hombre más rico o más poderoso, el impulso de
ser alguien depende, para su satisfacción, de la posesión de cosas, incluyendo
alimento, ropas y albergue. Me apoyo en estas cosas a fin de enriquecerme
internamente; pero en tanto me encuentre en este estado de dependencia, es
imposible que sea rico internamente, porque esto último implica ser totalmente
sencillo en lo interno.
Extracto de: EL ARTE DE VIVIR – J. Krishnamurti
Fuente: trabajadoresdelaluz.com.ar
Re-Publicado por “Isis Alada”
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