“Va
de retro Satán” (cfr. Mt 16, 21-27). Sorprendentemente,
la frase, que es como un exorcismo, va dirigida no a un endemoniado, sino
a Pedro, el Vicario de Cristo. Es al mismo Papa, y no a un poseso, a quien
Jesús reprende fuertemente. ¿Cuál es el motivo?
Teniendo en cuenta que
Pedro no estaría endemoniado ni poseído, podemos preguntarnos porqué Jesús debe
expulsar de la cercanía de Pedro, la presencia del demonio, y la respuesta es
que es el demonio quien le ha sugerido a Pedro el rechazo de la cruz. Jesús
acababa de profetizarles acerca de su misterio pascual de muerte y
resurrección; acababa de decirles, a Pedro y a los demás Apóstoles, que Él
debía sufrir mucho, ser traicionado, morir, y luego resucitar al tercer día, a
lo que Pedro responde diciendo: “Eso nunca sucederá, Señor”.
Pedro, instigado por
Satanás, rechaza la cruz, y de esta manera, rechaza el plan de Dios para la
salvación de la humanidad, y es esto lo que motiva el enojo y el reproche de
Jesús.
El enojo de Jesucristo
ante el rechazo de la cruz por parte de Pedro no es el enojo de un líder
religioso cuyo seguidor se opone a sus planes. El enojo de Jesucristo se debe a
que sin la cruz, la humanidad entera está perdida. Sin cruz no hay salvación
posible; sin Cristo crucificado, muerto y resucitado, las puertas del cielo
permanecen cerradas para siempre, y nadie puede abrirlas. Sin cruz, se cierran
las puertas del Reino de los cielos, y se abren las puertas del Hades, de donde
no se sale; sin cruz, sólo hay “llanto y rechinar de dientes”.
Sin cruz, la enfermedad se
convierte en una tortura, y se desea la muerte para escapar de ella; con la
cruz de Cristo, la enfermedad es un don del cielo, porque hace partícipes de la
cruz de Cristo, y se desea la muerte, para llegar lo antes posible a los gozos
eternos de los cielos infinitos.
Sin cruz, no hay alegría
en el dolor, sino desesperación y llanto. Sin cruz, la vida y la muerte, el
dolor y la alegría, los triunfos y los fracasos, es decir, la existencia toda
del hombre, carece de sentido. Sólo en la cruz de Cristo y en Cristo muerto y
resucitado, encuentra el hombre el sentido final de su existencia en esta
tierra, que es salvar el alma y entrar en la comunión eterna, de vida y de amor
sin fin, con las Tres Personas de la Trinidad.
Cuando Jesús nos dice que
el que quiera seguirlo, que renuncie a sí mismo, que cargue su cruz y lo siga,
nos está señalando el camino de la felicidad, camino que pasa por la cruz, pero
que no finaliza en ella, sino que por ella se llega al cielo.
La cruz implica la
renuncia de sí mismo, del propio egoísmo, de la propia mezquindad, del propio
punto de vista, del propio yo, que lleva al “ojo por ojo y diente por diente”,
en vez del perdón del enemigo. Si no hay renuncia de sí mismo, Cristo no puede
crecer en el alma, y así el alma queda llena de su propio yo, de su propia
estrechez, de su propia mezquindad, y no solo es incapaz de dar paz y alegría a
los demás, sino que es incapaz de tomar la cruz y de seguir el camino de
Cristo, el camino del Calvario, señalado por su sangre derramada.
Por el contrario, el
cristiano que ama a Cristo, se niega a sí mismo, se reconoce como necesitado y
falto de todo, se niega a sí mismo –lucha contra su egoísmo, su pereza, su
impaciencia-, abraza la cruz, y se encamina en dirección al Calvario, para morir
crucificado con Cristo y así, de esa manera, nacer a una vida nueva, la vida de
la gracia, la vida de los hijos de Dios.
Quien carga la cruz y
sigue a Cristo, recorre junto a Él un corto camino, el camino del Calvario; es
crucificado junto con Él, y junto con Él resucita a la alegría eterna en los
cielos.
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